El niño extrañamente se acercó al padre con esa mirada que sólo es comparable a la curiosidad de la ciencia y dijo: Papá, ¿a qué huelen las guayabas? El padre, desconcertado por aquella pregunta que nunca se había planteado, dejó de ver la televisión un instante para observar al pequeño.
El niño, al ver ese gesto de confusión, pensó que era necesario repetir la pregunta pero con más insistencia: Papá ¿a qué huele la guayaba?; el padre cerró los ojos para pensar un segundo cual era la respuesta que el niño esperaba pero no se imaginaba siquiera qué podría ser lo que al pequeño le hubiera gustado oír.
–¿Por qué preguntas eso?– dijo mientras recordaba a su anciano padre con la frase que había aprendido de sus ancestros: “es tonto responder una pregunta con otra pregunta” pero era demasiado tarde para corregir su error.
El niño bajó la cabeza y escondió las manos tras su espalda como si hubiese sido reprendido por el padre aunque no había sido así, y respondió:
–Es que tengo curiosidad
El padre logro razonar una respuesta que le parecía lógica mientras regresaba la vista al televisor:
–Las guayabas huelen a guayabas, las naranjas a naranjas y los plátanos a plátanos
Al niño, aunque no le conformó esa respuesta, salió de la sala hacia rumbo desconocido, a toda velocidad para volver a su qué hacer.
Para cuando el jefe de familia reaccionó volvió sus ojos al viejo librero en el cual habitaba un libro que contenía el título “El olor de la guayaba” y pensó haber encontrado el origen de la duda del niño, sin embargo, no pudo estar más equivocado.
Se colocó en pié y se dirigió al libro de color verde claro mientras acercaba la mano el libro el pequeño volvió a entrar con un avión de papel en la mano simulando un perfecto vuelo de demostración. Es padre tomó el libro y comenzó a leer las primeras líneas mientras el niño daba tantas vueltas como el avión. Mientras leía los recuerdos fluyeron; la historia e incluso los nombres de algunos personajes; no tardó en dejar el libro en la mesa de centro.
Se agachó a la altura del niño para toparlo en pleno vuelo y le preguntó nuevamente: –¿por qué me preguntaste a qué huelen las guayabas?– y el pequeño aviador solo esquivó de manera magistral el objeto que impedía su paso.
El padre era presa de la duda: ¿de donde sacó esa pregunta?, entonces apresuró su pasó y tomó al pequeño por la retaguardia y lo elevó por los aires, para el niño sólo fue una manera de incrementar altura en vuelo.
El padre llevó al niño a la cocina sin bajarlo lo sostuvo en un solo brazo; el infante seguía en vuelo, sin darse cuenta a donde había llegado. El adulto abrió el refrigerador y sacó la única guayaba que había allí mientras su hijo se daba cuenta del contorno. El padre ofreció del fruto al niño pero este simplemente se negó girando la cabeza. Su vuelo había concluido y ahora observaba al padre como quien observa a los locos de las avenidas. Y ahora lanzó otra pregunta: –¿qué haces papá?– y aquel respondió: –te mostraré el olor de la guayaba–
El padre había pensado partir la fruta pero al ser sorprendido por el pequeño tomo la salida inmediata y mordió el fruto amarillezco.
Le acercó la fruta al niño que alejó la boca y giró la cabeza.
–Huele– dijo el padre y el niño acercó la nariz y prosiguió: –¿por qué me preguntaste a qué huele la guayaba?– y el niño por fin confesó –Hoy le pregunté a la maestra ¿qué es el amor? y ella respondió el amor es una sensación muy bonita, se sienten como mariposas en el estómago, es como el olor de la guayaba– estas palabras habían ocasionado una explosión en el niño comparable al efecto del big bang que, aunque ya había comido esta fruta, nunca se había detenido el tiempo suficiente para meditar en la sensación que causa el olor de la guayaba en su organismo.
El padre bajó al niño y volvió a morder la guayaba que aún tenía en la mano mientras pensaba en la respuesta de aquella maestra acercó la guayaba a su nariz.
El niño tan sólo corrió como si nada hubiese sucedido y siguió volando.
–¿Por qué preguntas eso?– dijo mientras recordaba a su anciano padre con la frase que había aprendido de sus ancestros: “es tonto responder una pregunta con otra pregunta” pero era demasiado tarde para corregir su error.
El niño bajó la cabeza y escondió las manos tras su espalda como si hubiese sido reprendido por el padre aunque no había sido así, y respondió:
–Es que tengo curiosidad
El padre logro razonar una respuesta que le parecía lógica mientras regresaba la vista al televisor:
–Las guayabas huelen a guayabas, las naranjas a naranjas y los plátanos a plátanos
Al niño, aunque no le conformó esa respuesta, salió de la sala hacia rumbo desconocido, a toda velocidad para volver a su qué hacer.
Para cuando el jefe de familia reaccionó volvió sus ojos al viejo librero en el cual habitaba un libro que contenía el título “El olor de la guayaba” y pensó haber encontrado el origen de la duda del niño, sin embargo, no pudo estar más equivocado.
Se colocó en pié y se dirigió al libro de color verde claro mientras acercaba la mano el libro el pequeño volvió a entrar con un avión de papel en la mano simulando un perfecto vuelo de demostración. Es padre tomó el libro y comenzó a leer las primeras líneas mientras el niño daba tantas vueltas como el avión. Mientras leía los recuerdos fluyeron; la historia e incluso los nombres de algunos personajes; no tardó en dejar el libro en la mesa de centro.
Se agachó a la altura del niño para toparlo en pleno vuelo y le preguntó nuevamente: –¿por qué me preguntaste a qué huelen las guayabas?– y el pequeño aviador solo esquivó de manera magistral el objeto que impedía su paso.
El padre era presa de la duda: ¿de donde sacó esa pregunta?, entonces apresuró su pasó y tomó al pequeño por la retaguardia y lo elevó por los aires, para el niño sólo fue una manera de incrementar altura en vuelo.
El padre llevó al niño a la cocina sin bajarlo lo sostuvo en un solo brazo; el infante seguía en vuelo, sin darse cuenta a donde había llegado. El adulto abrió el refrigerador y sacó la única guayaba que había allí mientras su hijo se daba cuenta del contorno. El padre ofreció del fruto al niño pero este simplemente se negó girando la cabeza. Su vuelo había concluido y ahora observaba al padre como quien observa a los locos de las avenidas. Y ahora lanzó otra pregunta: –¿qué haces papá?– y aquel respondió: –te mostraré el olor de la guayaba–
El padre había pensado partir la fruta pero al ser sorprendido por el pequeño tomo la salida inmediata y mordió el fruto amarillezco.
Le acercó la fruta al niño que alejó la boca y giró la cabeza.
–Huele– dijo el padre y el niño acercó la nariz y prosiguió: –¿por qué me preguntaste a qué huele la guayaba?– y el niño por fin confesó –Hoy le pregunté a la maestra ¿qué es el amor? y ella respondió el amor es una sensación muy bonita, se sienten como mariposas en el estómago, es como el olor de la guayaba– estas palabras habían ocasionado una explosión en el niño comparable al efecto del big bang que, aunque ya había comido esta fruta, nunca se había detenido el tiempo suficiente para meditar en la sensación que causa el olor de la guayaba en su organismo.
El padre bajó al niño y volvió a morder la guayaba que aún tenía en la mano mientras pensaba en la respuesta de aquella maestra acercó la guayaba a su nariz.
El niño tan sólo corrió como si nada hubiese sucedido y siguió volando.
-Vicko Suárez*
(*Colaborador del fanzine TUGUCHIS. Texto recibido en el buzón de emulafanzine@gmail.com, el dibujito es de una niña llamada amanda y vino del blog de luis pescetti)
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