En el llamado año sin verano se sucedieron unas noches míticas para la literatura moderna de ficción: en el mes de junio tuvo lugar el encuentro de Percy y Mary Shelley, John Polidori y Lord Byron, en Villa Diadoti, Suiza. En esas noches de 1816 (plasmadas de modo desparejo por Ken Russell en Gothic, 170 años después) comenzó la gestación de dos íconos del género de terror moderno: Frankenstein o el moderno Prometeo (publicada en 1818) en Mary Shelley; El vampiro (publicada en 1819) en el doctor John Polidori. Esta última, es la primera traza de esa fabulosa novela epistolar que es el Drácula de Bram Stoker escrita en 1897; cumbre y resumen de todos los vampiros de la historia. De allí en más, ambas criaturas recorrerán caminos similares y pasarán de ser los referentes de un terror gótico y romántico, ligado a las preguntas más profundas del ser humano, a licuarse en un otro terror, en un horror per se en el que se abandonaron tanto las reflexiones sobre el sentido de la vida, la relación con el padre como representante de los Otros, el cuestionamiento a dios, presentes en Frankenstein; como el poder, la sangre, la noche como metáfora de lo prohibido y el erotismo bajo presión de Drácula. La razón de ser de los monstruos mutó de interrogante a una simple herramienta del terror que acunaron y albergaron el miedo a lo extraño, a lo distinto y, por extensión, a lo extranjero a partir de sus versiones cinematográficas más populares: Frankenstein, de James Whale, y Drácula de Tod Browning, ambas filmadas en el año 1931. No es casual la torsión: ambas versiones ven la luz a posteriori de la debacle económica de EE.UU. de 1929, simbolizada en la estrepitosa caída de la Bolsa de Valores. Era un mundo entre dos guerras mundiales, era el mundo que estaba pariendo al III Reich; era el mundo occidental amenazado por el avance del comunismo, de la mano del Pepe Stalin.
Había enemigos, sólo hacía falta hacerle saber a la gente cuán temible es el Mal Supremo, enseñarles lo que se puede sentir en presencia de aberraciones de la Naturaleza. Fueren cuales fueren esas aberraciones: políticas, sexuales, morales, raciales y demás. Era necesario comenzar a inculcar el miedo para poder crear a los superhéroes. En ese contexto, el doctor Víctor Frankenstein pasó de ser un científico brillante que ansiaba dominar los secretos de la transformación de la materia muerta en vida a ser un científico loco que deseaba ser dios y conquistar el mundo. Y un poco más allá: se suprimió la duda sobre el concepto de dios (en tanto exclusivo creador de seres vivos a partir de la materia inerte: el barro mítico) para dar paso a una irracional ambición de ser dios: el Mal tomando por asalto el lugar del Bien. En perspectiva del movimiento novela→película, esto construye una paradoja: en el film se le otorga al científico ser aquello cuya existencia cuestiona en la novela.
Algo similar ocurre con la innominada criatura: se lo vacía del contenido más profundo respecto de su ser, de para qué fue creado, de los retazos humanos que lo componen, del abandono que sufre de parte de su creador que no se reconoce como padre, para limitarse a odiar a la Humanidad toda. Conclusión de un camino que, por cierto, es mucho más complejo en la novela y que se constituye como un insoslayable y perverso llamado de atención para su creador. De hecho, ni creador ni criatura mueren en un castillo en llamas, sino que el primero persigue al segundo en una irracional carrera hacia el Polo Norte, el único lugar en el que estar, permanecer, durar, lejos de todo y de todos. El núcleo temático de Frankenstein no era ni es sencillo: podría pensarse como pasible de ser leído desde distintas perspectivas. Abre interrogantes, muchos, que quedan -afortunadamente- sin respuesta. Podría, incluso, pensarse hasta la tan discutida eutanasia: ¿es humanamente ético resistir a la muerte, hacer volver de ella a un hombre, aún al alto costo de convertirlo en un monstruo?
Pero en 1931, EE.UU. no necesitaba preguntas: pasó el rasero por ellas, las aplastó. Y ese vaciamiento le llegó al conde de los Cárpatos para ser reducido a la categoría de principal eslabón de una cadena de chupasangres, cuyo único fin es el de beber el vital líquido humano, salir volando por la ventana convertido en un vampiro y, obviamente, dominar el mundo. Aquí no hay creador, sin embargo, esa aberración cuasi inmortal (sólo un puñado de trucos ya bien sabidos puede cortar esa persistencia en el mundo de un muerto viviente) cuestiona, también, al concepto de dios: burla la ley natural, vuelve del Más Allá que es uno de los confines más lejanos de cualquier modo del lenguaje. Y le agrega un componente ausente, en el sentido más clásico y romántico del término, en la versión licuada del monstruo creado por Mary Shelley: el erotismo. Drácula se prende al cuello de las mujeres de los hombres de bien, las encanta en el sentido hipnótico del término, se las bebe, las posee hasta el final.
Esos monstruos, despojados de sus virtudes narrativas, fueron el caldo de cultivo de la necesidad de héroes que sirvieran de cimientos para la reconstrucción post-depresión del '29; llegando a su cumbre con Superman, nacido meses antes de la invasión alemana a Danzig en 1939, que daría inicio a la Segunda Guerra Mundial. Superhéroes que representaron la esperanza de vencer a otros monstruos, a los que asomaban en la realidad, algunos de los cuales resultaron peores que la criatura renacida de retazos humanos y el vampiro extranjero de la alta sociedad de Transilvania. La ficción, una vez más, se escapó de la realidad. Anticipo de esta realidad en la que se vive un fuego cruzado entre monstruos extranjeros y héroes locales; necesidad política en la que el héroe local muta en monstruo extranjero en otro lugar del mundo. Es hora de revisar la construcción de los héroes. Es hora de demoler algunos monstruos.
Había enemigos, sólo hacía falta hacerle saber a la gente cuán temible es el Mal Supremo, enseñarles lo que se puede sentir en presencia de aberraciones de la Naturaleza. Fueren cuales fueren esas aberraciones: políticas, sexuales, morales, raciales y demás. Era necesario comenzar a inculcar el miedo para poder crear a los superhéroes. En ese contexto, el doctor Víctor Frankenstein pasó de ser un científico brillante que ansiaba dominar los secretos de la transformación de la materia muerta en vida a ser un científico loco que deseaba ser dios y conquistar el mundo. Y un poco más allá: se suprimió la duda sobre el concepto de dios (en tanto exclusivo creador de seres vivos a partir de la materia inerte: el barro mítico) para dar paso a una irracional ambición de ser dios: el Mal tomando por asalto el lugar del Bien. En perspectiva del movimiento novela→película, esto construye una paradoja: en el film se le otorga al científico ser aquello cuya existencia cuestiona en la novela.
Algo similar ocurre con la innominada criatura: se lo vacía del contenido más profundo respecto de su ser, de para qué fue creado, de los retazos humanos que lo componen, del abandono que sufre de parte de su creador que no se reconoce como padre, para limitarse a odiar a la Humanidad toda. Conclusión de un camino que, por cierto, es mucho más complejo en la novela y que se constituye como un insoslayable y perverso llamado de atención para su creador. De hecho, ni creador ni criatura mueren en un castillo en llamas, sino que el primero persigue al segundo en una irracional carrera hacia el Polo Norte, el único lugar en el que estar, permanecer, durar, lejos de todo y de todos. El núcleo temático de Frankenstein no era ni es sencillo: podría pensarse como pasible de ser leído desde distintas perspectivas. Abre interrogantes, muchos, que quedan -afortunadamente- sin respuesta. Podría, incluso, pensarse hasta la tan discutida eutanasia: ¿es humanamente ético resistir a la muerte, hacer volver de ella a un hombre, aún al alto costo de convertirlo en un monstruo?
Pero en 1931, EE.UU. no necesitaba preguntas: pasó el rasero por ellas, las aplastó. Y ese vaciamiento le llegó al conde de los Cárpatos para ser reducido a la categoría de principal eslabón de una cadena de chupasangres, cuyo único fin es el de beber el vital líquido humano, salir volando por la ventana convertido en un vampiro y, obviamente, dominar el mundo. Aquí no hay creador, sin embargo, esa aberración cuasi inmortal (sólo un puñado de trucos ya bien sabidos puede cortar esa persistencia en el mundo de un muerto viviente) cuestiona, también, al concepto de dios: burla la ley natural, vuelve del Más Allá que es uno de los confines más lejanos de cualquier modo del lenguaje. Y le agrega un componente ausente, en el sentido más clásico y romántico del término, en la versión licuada del monstruo creado por Mary Shelley: el erotismo. Drácula se prende al cuello de las mujeres de los hombres de bien, las encanta en el sentido hipnótico del término, se las bebe, las posee hasta el final.
Esos monstruos, despojados de sus virtudes narrativas, fueron el caldo de cultivo de la necesidad de héroes que sirvieran de cimientos para la reconstrucción post-depresión del '29; llegando a su cumbre con Superman, nacido meses antes de la invasión alemana a Danzig en 1939, que daría inicio a la Segunda Guerra Mundial. Superhéroes que representaron la esperanza de vencer a otros monstruos, a los que asomaban en la realidad, algunos de los cuales resultaron peores que la criatura renacida de retazos humanos y el vampiro extranjero de la alta sociedad de Transilvania. La ficción, una vez más, se escapó de la realidad. Anticipo de esta realidad en la que se vive un fuego cruzado entre monstruos extranjeros y héroes locales; necesidad política en la que el héroe local muta en monstruo extranjero en otro lugar del mundo. Es hora de revisar la construcción de los héroes. Es hora de demoler algunos monstruos.
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