Los alimentos procesados industrialmente se volvieron esenciales en la cultura popular mexicana de la posguerra, y empezaron a aparecer por doquier, incluso en los más remotos poblados indígenas. Los tzotziles de San Juan Chamula, Chiapas, con su devoción fanática a la Pepsi Cola, representan un ejemplo extremo. El cacique local estableció una distribuidora de Pepsi y fomentó la venta a los empobrecidos residentes convenciéndolos de utilizar el refresco para ocasiones rituales, por ejemplo obsequiando cajas de Pepsi Cola como dote de la novia. Los dirigentes religiosos celebraban los servicios eclesiásticos con Pepsi, no con vino, diciéndoles a sus fieles que el gas carbónico expulsa los malos espíritus y limpia el alma. […] Mientras la veneración de la Pepsi llegaba a extremos absurdos en San Juan Chamula, los refrescos creaban una clientela grande y devota en todo el resto del país. Para 1990 el mexicano promedio consumía poco más de un refresco de 360 ml por día, además de cantidades excesivas de comida chatarra y cerveza. Sin duda los alimentos industriales se habían convertido en parte significativa tanto del producto interno bruto como de la cuisine nacional, alcanzando así las metas del discurso de la tortilla. Pero la dieta mexicana, más que mejorar, como predijera Bulnes, simplemente había pasado de los carbohidratos complejos del maíz y los frijoles a las calorías vacías de la grasa y los azúcares, transición que provocó serios problemas de salud nuevos, sin ventajas nutricionales equivalentes.
Fragmento del libro ¡Vivan los tamales!, de Jeffrey M. Pilcher
Fragmento del libro ¡Vivan los tamales!, de Jeffrey M. Pilcher
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