Un hombre expuesto a una nube radiactiva comienza a perder su tamaño paulatina e inevitablemente. No tiene otras consecuencias físicas que la de ir perdiéndose de la vista de su esposa al paso de los días. El problema lo tiene con el mundo: el gato que era su mascota ya no lo reconoce y lo quiere como almuerzo; los elementos cotidianos empiezan a tener otra función que la que tenían (la cama hecha con una caja de fósforos); el mundo que se agranda, en definitiva, y agudiza el problema de la supervivencia. El increíble hombre menguante es, de un modo metafórico, un retorno a lo primitivo. Esa es la línea argumental de esta película basada en la novela casi homónima de Richard Matheson, quien también toca la soledad del hombre distinto, del ser extraordinario en Soy leyenda, esa fabulosa novela de un hombre en un mundo infestado de vampiros. Esta película es, desde el punto de vista cinematográfico, un dechado de virtudes para su época, quizás comparable a cualquiera de las grandes producciones actuales en cuanto al alto grado de avance de efectos visuales que incorporó a fines de los años '50. Esa potencia visual acompaña a la perfección a una historia en la que se resume la idea de un hombre nuevo, hecho en base al cambio constante, adaptándose, reinventándose ante los nuevos peligros. Una metáfora de este mundo globalizado, de esta sociedad occidental en la que uno de los mejores y más afinados métodos de control es el miedo, al punto de favorecerse con hacer aparecer como enemigo al simpático viejito del departamento de al lado.
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