Cuando era muy pequeño, debo confesar, lloraba cada vez que las Chivas (risas) perdían un partido. Como las Chivas tenían a bien perder con una frecuencia alarmante, tuve una infancia salmódica, de llanto y crujir de dientes y habitual mesamiento de cabellos. Consumada la derrota semanal, y era peor si el partido había sido difícil o si había existido alguna oportunidad de ganarlo, me encerraba a llorar en una covacha decorada con carteles alusivos. Era penoso.
Mi hermano, al que el futbol nunca le interesó, recomendó un día de llanto especialmente amargo una solución: que no te importe. Deja de ver los partidos. Deja de aprender el nombre de los jugadores. Mira a las chicas, mira el periódico. El futbol es una actividad estúpida.
Terminé, al tiempo, por hacerle caso. Comencé a mirar a las chicas por la calle.
Pero no se piense que aquello fue un happy end: la filosofía de mi hermano no explica con qué se sustituye la estúpida, la incomparable y rabiosa alegría de (ver) ganar un partido.
Mi hermano, al que el futbol nunca le interesó, recomendó un día de llanto especialmente amargo una solución: que no te importe. Deja de ver los partidos. Deja de aprender el nombre de los jugadores. Mira a las chicas, mira el periódico. El futbol es una actividad estúpida.
Terminé, al tiempo, por hacerle caso. Comencé a mirar a las chicas por la calle.
Pero no se piense que aquello fue un happy end: la filosofía de mi hermano no explica con qué se sustituye la estúpida, la incomparable y rabiosa alegría de (ver) ganar un partido.
-Antonio Ortuño
No comments:
Post a Comment